La iglesia –después de muchos portazos– ha empezado a tomar nota del poder movilizador de las cofradías. Pero también es hora de que los poderes políticos, más allá de ciertas alianzas estrafalarias, empiecen a estimar la capacidad de convocatoria de las hermandades como polo de atracción de una creciente y atractiva forma de hacer turismo que aún está por valorar.
La reflexión llega después de comprobar el excelente resultado de la magna procesión mariana celebrada en Écija el pasado mes de Octure, o en el caso de Daimiel (el pasado Via Crucis Magno celebrado en 2013). Écija dio lo mejor de sí misma; para los propios pero, sobre todo, para los extraños. Los ecijanos estaban orgullosos de sus cofradías, de la larga teoría de imágenes y supieron transmitir la íntima satisfacción de la gente de la ciudad de las torres por las cosas bien hechas.
Se trataba de estar a la altura de las circunstancias enseñando lo mejor que tienen a los que –en otras circunstancias– no habrían cogido el coche para asomarse a esos tesoros artísticos y devocionales. La puesta en escena la pusieron –gratis et amore– esas cofradías que se convierten en las mejores embajadoras de su ciudad: abriendo templos; abarrotando calles; llenando barras y veladores... es verdad que la proliferación de salidas extraordinarias sin justificación es discutida y discutible, pero París bien vale una misa cuando se sabe estar a la altura. Las cofradías, una vez más, fueron el banderín de enganche. ~
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