En la escena del arte contemporáneo , las nuevas creaciones de imagineria religiosa tradicional tienen nula presencia y denostado valor, quizá por repetir manoseados modelos barrocos sin la menor actualización y, lo más importante, por servir a un ámbito como el cofrade, donde el mal gusto y la concentración de horteras y meapilas han materializado todo un Olimpo de la tontuna y la cutrez.
En ese caldo de cultivo, legitimado -como corresponde en esta España de enfermedad crónica- al amparo de una tradición, se cometen impunemente y con la mayor alegría del mundo reiteradas agresiones -cuando no atentados de facto- contra el patrimonio histórico. A la costumbre -que todavía nadie ha cuestionado desde el ámbito del poder cultural y de las administraciones responsables de la protección del patrimonio- de pasear por las calles las grandes obras maestras de la escultura barroca española -que deberían estar expuestas con permanencia en museos-, sometiéndolas a toda suerte de inclemencias meteorológicas y al peligro de una turba exaltada, se suma ahora la moda de encargar los trabajos de restauración de estas imágenes antiguas a imagineros vivos.
La cosa es más grave de lo que parece, pues la praxis de este gremio en el ámbito de la restauración no respeta a veces los preceptos más elementales de la deontología aplicable. Con el beneplácito de obispos y curas, cofrades y capillitas, estos artífices destruyen partes completas de las obras, retallan rostros, manos o ropajes, repolicroman figuras enteras sobre las policromías originales... es decir, una suma de aberraciones irreversibles en toda regla.
Como escultores de hoy que quieren dejar su impronta, poco les importa que lo que están interviniendo sea un Martinez Montañés o un José de Mora; el engreimiento y narcisismo de muchos imagineros, que ejercen de grandes artistas, daría para hablar largo y tendido, pero no es cosa de extendernos más aquí y ahora. El gremio de los restauradores verdaderos, formados técnica y éticamente en la cosa, vienen denunciando, sin éxito, este intrusismo desde hace ya mucho tiempo, sin que la administración competente se digne a poner freno a los desmanes y se decida, de una vez por todas, a regular por ley la profesión del restaurador, exigiendo a los supuestos facultativos que vayan a intervenir bienes culturales la formación y acreditación necesarias.
Fuente: http://www.elalmeria.es/
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