Para acceder al momento mágico y
ritual de la condición de nazareno es necesario lo primero apuntarse a la
hermandad. Esto se hace a veces por razón de tradición familiar, por devoción a
una determinada imagen o por cualquier otra razón.
El hermano nuevo, podrá asistir
con voz y voto a los cabildos, tener la posibilidad de ser elegido miembro de
la Directiva, de ser presidente, pero nada es comparable con lo más ansiado:
vestirse la túnica de nazareno.Ser Nazareno es convertirse en protagonista
anónimo de la Semana Santa. Todo este ritual de ser nazareno cuenta con tres
momentos –al menos para mi- especialmente significativos antes de vestir la
túnica.
Pasado el mes de enero, hay un
dia como otro cualquiera en que de pronto, tal vez avisado levemente por un
pulso distinto de la vida o una brisa más tersa que la áspera teoría del
invierno, un sobresalto apenas apreciable se entrecruza con el tedio cotidiano,
un aviso antiguo, un parpadeo de tiempo sobrevenido. En esa luz antigua, se puede ver recortada la
silueta de una señora que camina por la calle con un “capirucho” y una cruz,
señal inequívoca que ha empezado la Semana Santa.
El segundo momento en la
ascesis particular del nazareno, empieza de un modo menos preciso, pero
igualmente necesario. Ya son los días mas largos. Se presiente un rumor
desasosegado en la sangre, en la vida. Es la alegría de saber que, cada hora,
algo que está viniendo nos espera. En muchos lugares del pueblo se nota un
movimiento antiguo y nuevo. En estos días preliminares, las Casas de Hermandad,
las cocheras, las Iglesias, son un ordenado, sosegado trajín. Se limpian los
pasos, la plata, los terciopelos, se repasan los desperfectos del tiempo, etc..
El último momento antes del
silencioso instante de la consumación de la dicha es también el mas intimo o
mas personal, es algo que resume una vieja tradición familiar, que se realiza
dentro de la propia casa. Representa probablemente un recorrido hacia el fondo
de nosotros mismos. Y es que la Semana Santa nos pone de frente a nuestra
historia, a nuestros recuerdos, a nuestra vida. El padre hace tiempo que no se
viste de nazareno. Ha preferido durante años pasar del anonimato del antifaz al
otro anonimato de la calle, la salida o el rincón aquel donde cruje la madera
del paso o la esquina donde siempre tocan esa marcha. El padre apuntó a su hijo
en la cofradía nada mas nacer. Incluso antes que en el juzgado.. Y le dio,
además, la mejor herencia que le podía ofrecer en vida: su propia túnica de
nazareno. Pasado el tiempo la mujer con quien ahora compartía todo le hizo una
túnica nueva, a medida, porque la suya la tenia para siempre el hijo. Y la
planchó. Y la colgó de la percha antigua en la habitación inmemorial del rito
cofrade. Y ese año, el hijo fue a vestirse con su padre. Ese es el momento mas
irrepetible de la vida: la túnica bien puesta, el zapato limpio. Después, el
hijo ya revestido con las galas nazarenas ayudó a vestirse al padre y cerró, de
ese modo, el círculo inmortal de la ceremonia.
Cuando el padre salió de la casa
con el hijo siguiéndole los pasos y echó a andar hacia la iglesia, un lágrima
que empezó a formarse hace siglos le brotó de los ojos satisfechos.
Es una historia de nazarenos, de
daimieleños, como puede haber muchas. Lo importante es el espíritu, el poso de
aromas que hay por debajo de todo ello. Y la culminación de ese triduo ascético
que empezó en un tienda, donde se hacían capiruchos, continuó en la casa
hermandad en la hora precisa en que te llama la sangre de los muertos y te
sientes actor del drama de la Pasión, y finaliza en las vísperas del gozo, ya
casi saboreando el gozo mismo, con la última mirada a un balcón encendido,
donde te has vestido de nazareno y donde se ha quedado mirándote la mujer que
luego, a lo mejor, ni te reconoce cuando te vea por la calle en larga procesión
de la memoria.
SMCE
(Fotos: Blog Tradicional Daimiel)

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